Hermanas |
En épocas muy remotas había una tribu en que sus moradores, aunque pobres eran muy felices. Vivían en esa tribu tres hermanas de las cuales,
la mayor se sostenía de lo que pescaba en el mar y ayudaba a la crianza de sus otras dos hermanas menores.
La segunda, tratando de ayudar a la mayor, aunque tenía que cuidar de la más pequeña, sondeaba en los ríos cercanos,
y con su producto también cooperaba con la mayor, por lo que ambas se querían mucho.
Mientras trabajaba, sujetaba a la pequeña a la orilla del río para evitar cualquier peligro; mas cierto día inesperadamente,
fue invadido el territorio y como se encontraba algo distante no pudo oír los gritos de la pequeña que fue robada por los invasores.
La mayor cuyo nombre era Yemayá, se salvó por estar trabajando en el mar, así como la segunda cuyo nombre era Ochún, por estar lejos en el río, no teniendo la misma suerte la pequeña nombrada Oyá.
Las dos hermanas sintieron mucho la ausencia de su hermanita, pero la segunda fue tanta la impresión que recibió, que estuvo enferma muchos años, sintiéndose cada vez con más deseos de ver a su pequeña hija, como ella la llamaba.
Por esa causa, Ochún guardaba cada día unas monedas que le sobraban para liberar a su hermana, antes de que fuera doncella.
Sabiendo a cuánto ascendía el precio de Oyá, entregó la cantidad en monedas de cobre al jefe de aquella tribu,
quien lejos de cumplir su palabra, duplicó la cantidad que Ochún nunca podría pagar.
Cayó de rodillas delante de él y llorando suplicó sobre el cambio de palabras de aquel hombre frío y duro.
La respuesta fue pedir a cambio de la libertad de Oyá, la virginidad de Ochún, prometiéndole no engañarla si ella accedía.
Ochún vaciló, pensó en su hermana Yemayá que ella tanto quería y a la vez respetaba, pero el amor hacia Oyá era superior a todo:
era su vida, y Ochún se sacrificó. De regreso, acompañada de Oyá, contó a su hermana mayor lo sucedido y le pidió perdón.
Esta la bendijo y perdonó, y con aquellas monedas de cobre producto de tantos sacrificios, adornó la cabeza de la pequeña Oyá,
en recuerdo del sacrificio de Ochún. Creció Oyá, y Ochún para criarla siguió la vida de sacrificios que por ella empezó, hasta su mayoría de edad.
Ochún, mujer alegre en la vida, pero santa y mártir de limpio corazón, Olofi la bendijo por su hermana menor, y a Yemayá por las dos.
En ese tiempo Olofi repartía las tierras del Mundo entre los que santamente eran merecedores. A Yemayá le dieron el gobierno de los mares,
a Ochún el de los ríos; pero Oyá, no constaba en el reparto ya que no estaba en la tribu cuando pasaron lista por estar cautiva.
Ochún lloró y suplicó a Olofi quién contestó:
-Hija mía, las tierras del Mundo están repartidas, sólo queda un lugar sin dueño, si ella lo quiere, de ella es.-
Era el cementerio y por ver feliz a sus hermanas, aceptó.
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